Te deseo un mundo Libre de demonios y lleno de luz

Nuevamente me he embarcado en una cáscara de
nuez, buscando aquellas mágicas e inexistentes
palabras que puedan servir como tibio lecho para tus
más desbocados demonios.
He pasado largas horas de luna, consumiendo de
pitada a pitada, tanto escrito olvidado que
recordé. Ese velo de alquitrán que azota como ola de
mar embravecido a mi tímida y humilde embarcación.
Encontré algunas frases, pero al acercarme
descubro que no son sino espejismos en el mar. Ni
siquiera una buena playa donde encallar, ninguna
botella que sirva de compañía a éste náufrago sin ganas
de rescate.
Así que cerré los libros y busqué un mensaje en la
textura de sus tapas. Apagué la luz de esa vela que
nunca enciendo, buscando convertirme en sombra de
las sombras, de la tuya. Para así entender las cosas sin
mirarlas, sin tocarlas. Tan sólo dejando que su aroma
me divulgue la esencia de su existencia.
Confieso que he apelado a mis conocimientos
de brujería. Necesitaba de ellos para dar un nombre
a cuanto que no lo posee ni necesita. Buscaba convertir
en objeto tangible y sonante un sentimiento. Agradezco
al conocimiento enseñando por mi tutor en cosas de
brujos. Un viejo y mohecido libro, de cubierta gruesa,
áspera, de cicatrices que sólo da una vida. Un libro
que no puedes abrir, uno que se descubre sólo cuando
quieres aprender. Tiene sus páginas en blanco, y ello
ya es una mentira, el tiempo las ha vuelto amarillas.
Pero no hay letras ni signos en él. No los necesita, no
es para leer y sólo se abre cuando no hay luz que lo
lastime.
Me enseñó mi libro que la palabra amor se forma
con las mismas letras que la palabra verdad. Me enseñó
que Dios le dio habla al hombre para que diga cosas
con el corazón, sinceras, verdaderas; y que si no puede
con estos conceptos, es mejor que no diga nada. Y
que cuando habla, no debe temer a sus palabras, ya
que su corazón, envuelto en verdad, será quien le
muestre su razón. Y la razón no será para él, sino para
quienes escuchen y para quienes no quieran oír. Ya
que él no necesita razón, él habla con el corazón.
Me enseñó que no todo lo que diga será bien visto,
aunque sea sincero y con amor. Que hay personas que
prefieren vivir una mentira a morir por una verdad. Y
la muerte en este caso solamente se refiere a un cambio
que puede ser de pensar, de conducta, de sentir. Pero
es sólo eso, un cambio. ¿Será por esto que los hombres
temen tanto a los cambios?
Me enseñó mi libro brujo que cada primer día de
primavera debo ir al bosque e inspirar profundamente,
para que el aroma de la nueva vida inunde mi alma,
para aprender a enamorarme de una flor por su aroma
y no su color, ya que esto último es perenne, pero su
aroma vivirá por siempre en mis recuerdos.
Me enseñó a mirar y no a ver. Ya que las cosas más
simples suelen ser las más complejas y cuentan una
historia que hace de los sucesos de una vida entera
meros datos estadísticos. ¿Recuerdas la foto de la pareja
de ancianos en la playa?
Supo cómo mostrarme el libro que un abrazo no
significa tener a quién abrazar. Que el deseo de abrazar
y más aún, el saberse deseado de un abrazo hace que
uno se sienta acompañado y protegido aun en la más
despiadada soledad.
Aprendí de él también que el brillo de los ojos no
siempre es por lágrimas, que suele darse por el deseo
de un alma de ser encontrada, que se siente como faro
en las tinieblas, que espera a nuestro barquito que la
divise.
También me habló de las lágrimas, esas que no se
lloran, esas que valen la pena. De cómo intuir esos
llantos que se confunden con lluvia de otoño en las
ventanas. De cómo hay que acompañarlos y no tratar
de secarlos. Después de todo, una lágrima o una gota
de agua, son símbolos de vida, de creadores de vida;
que si una gota puede hacer que un retoño nazca del
suelo más seco, una lágrima puede lograr que nazca
un sentimiento en una persona que,
hasta ese momento, desconocías su existencia.
Viejo libro, gracias por enseñarme a volar, por
mostrarme que debemos abrir las alas si queremos
reclamar al viento como aliado. Por compartir conmigo
la sabiduría de que sólo los seres alados pueden seguir
un atardecer mientras que aquellos anclados al suelo
ya se acurrucan tratando de escapar de sus demonios.
Y quizás lo más bello que me has enseñado es que
necesitamos de esa oscuridad total para ver cuán fuerte
es nuestra propia luz. Que la debemos llevar a todas
partes, que la debemos compartir, no sólo como idea
de alumbrar caminos, sino como vívido y eterno
recuerdo de lo que fue mirarnos.
En el mundo vivimos rodeados de demonios, los
que llegan desde afuera, los que viven en nuestros
sueños. Sólo nuestra luz los puede matar, los hace
frágiles. Tanto, que al final, pedirán de nuestra ayuda
en la oscuridad. Ya que nos sabrán como los señores
de la noche, los amos de las tinieblas, porque llevamos
luz, porque poseemos luz, porque somos luz.

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